Debo en primer lugar
reconocer a la Academia Nacional de la Historia y a la Asamblea Nacional por esta
feliz iniciativa para recordar a Ramón J. Velásquez, en la ocasión del
centenario de su nacimiento.
Debo, igualmente,
agradecer por la invitación que me hicieran para tomar la palabra junto a los
muy reconocidos historiadores que hoy tengo como compañeros de panel.
Permítanme recordar
que hoy es 24 de noviembre del año 16 del siglo XXI. Se están cumpliendo, que
no celebrando, sesenta y ocho años del derrocamiento del primer civil electo
constitucionalmente en elecciones universales en Venezuela.
Cuando pensaba sobre
las palabras que debía pronunciar hoy en esta ilustre corporación, la fecha
prevista para el evento surgió como una referencia importante. Los amables
organizadores de este homenaje al presidente Velásquez, me pidieron que
enfocara mi intervención en los ocho meses del gobierno de quien fuera mi jefe
y mi amigo. Obviamente, el 24 de noviembre de 1948 no forma parte del lapso
durante el cual Velásquez ejerció como jefe del Estado venezolano.
Pero, quizás como una
travesura del destino, valga la pena recordar que el 24 de noviembre de 1948
fue derrocado un gobierno del cual el joven Velásquez formaba parte, en el cual
ejerció quizás su primer cargo público formal. Llevado por Alejandro Oropeza,
el treintañero Velásquez miraba de cerca cómo el gobierno democrático de Rómulo
Gallegos comenzaba a dar cuerpo a la doctrina que Rómulo Betancourt y sus
compañeros de polémica y exilio, habían planeado. La Corporación Venezolana de Fomento era la
materialización del enfoque betancuriano de crear el mercado, utilizar el
ingreso petrolero para crear la oferta y la demanda. El país estaba cambiando y
Velásquez quería conocer el proceso desde adentro. Llegaron asesores
extranjeros. El gobierno mandó emisarios a las perdidas capitales interioranas
ofreciendo créditos para aumentar la producción agropecuaria o para levantar
novedosas factorías. Y Velásquez estaba allí, mirando, tomando nota,
aprendiendo.
Edgar C. Otálvora. Foto: ANH |
Siete meses ante del
golpe contra Gallegos, Velásquez formó parte de la extensa y notable delegación
que acompañó a Betancourt a la IX Conferencia Panamericana en Bogotá. La
versión, todavía repetida por algún godo bogotano, asegura que Betancourt y sus
acompañantes contribuyeron a fomentar la poblada del 9 de abril desatada tras
el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. En aquellos días del año 48, para los
conservadores colombianos que seguían a don Laureano Gómez, para el gobierno de
don Mariano Ospina, pero también para los diplomáticos del gobierno de Harry
Truman, Betancourt y los suyos eran agentes soviéticos. Como reseñó Simón
Alberto Consalvi en su obra sobre el golpe del año 48, el canciller colombiano
de la época afirmó ante el Embajador estadounidense que con la caída de
Gallegos “se había removido una amenaza comunista en América”. Lo cierto del
caso es que el temprano fin del gobierno de Gallegos acabó la primera
experiencia de gobierno de Ramón J. Velásquez y hasta le tocó su primer
carcelazo.
Entro en materia. Si
acaso ya no lo había hecho.
En los primeros años
de la década de los años noventa del siglo pasado, Venezuela y más específicamente
la ciudad de Caracas, era escenario para el cotidiano ejercicio del viejo arte
de la conspiración política. El propósito de estas palabras no es, obviamente,
comentar sobre la conjura que condujo al enjuiciamiento y destitución de Carlos
Andrés Pérez en 1993. Pero algo debemos decir al respecto.
Grupos económicos con
gran poder mediático disputándose los despojos de un Estado empobrecido y
debilitado. Empresarios que aplaudían a intelectuales que les recitaban trozos
de Friedrich von Hayek o Ludwig von Mises pero que estaban horrorizados porque Pérez
negoció el ingreso de Venezuela al Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y
Comercio (GATT) y se proponía liberar el comercio con los socios del Acuerdo de
Cartagena.
Generales y almirantes
luchando por controlar la cúpula y los presupuestos militares, sin que les
quedara tiempo para ocuparse del rancho de los soldados o las costuras de los
uniformes de los tenientes.
Odios acumulados
contra los adecos de parte de hijos y delfines del gomecismo, que buscaron por
décadas vengarse por la casa asaltada y por el exilio después del golpe del año
45.
Grupos de confesos
anticolombianos que no quedaron satisfechos con la solución política a la
Crisis de la Corbeta Caldas y que procuraban una guerra con Colombia.
Los derrotados de la agresión
castrista de los años sesenta. Algunos de ellos en modalidad de agentes zombis
y otros como cuadros activos en los que para la época se denominaban
“grupúsculos” de la izquierda no pacificada, que aguardaban desde
universidades, instituciones culturales, cuarteles o embajadas por un momento para el nuevo alzamiento.
Lamentablemente la
lista puede llevarnos más tiempo del disponible… Digamos que el cuartelazo del
4 de febrero de 1992 confirmó que Venezuela era tierra de conspiración. No era
cosa nueva en la historia patria, valga decirlo.
El senador Velásquez se
sometió al escrutinio popular en las elecciones del año 1988, procurando lo que
ya él había decidido sería su último período en el Congreso Nacional. Velásquez
viajó al Táchira y participó en la campaña de Carlos Andrés Pérez. El mensaje
electoral para los paisanos de Pérez y Velásquez tenía que dar respuesta a la difícil situación
económica que vivía la zona fronteriza, impactada por las políticas de
restricción comercial impuestas por el gobierno Lusinchi para frenar lo que en
aquellos años comenzaron a llamar con el pleonasmo de “contrabando de
extracción”.
Desde los años sesenta,
cuando Pérez como ministro de Rómulo Betancourt y el cucuteño Virgilio Barco
Vargas como ministro de Guillermo León
Valencia, solicitaron a la OEA la elaboración de un diagnóstico de la frontera
común, existió el convencimiento de que el desarrollo fronterizo requería del
concurso cooperativo de los dos Estados. A esa orientación de políticas se le
llamaba “integración fronteriza” y Velásquez como hombre de Estado y como
tachirense, era un convencido de ella. El problema era que en el año 1988 las
relaciones oficiales con Colombia andaban maltrechas desde un año antes cuando la
Crisis de la Corbeta Caldas casi deriva en conflicto bélico.
En 1959 Betancourt
invitó a Velásquez a formar parte de su gobierno y atender, entre otros asuntos
delicados, unas sigilosas relaciones con el gobierno de Colombia. De forma
análoga, en 1989 Pérez invitó a Velásquez, quien resultó reelecto senador en
diciembre de 1988, para que encabezara una iniciativa novedosa para la frontera
occidental venezolana.
Desde el día de la
toma de posesión de Pérez el 2 de febrero de 1989, con Barco Vargas en la
presidencia de Colombia, se comenzó a armar un esquema bilateral, distinto al
de las instancias usuales diplomáticas, para escuchar a las comunidades
fronterizas, identificar proyectos bilaterales y promoverlos ante los
respectivos gobiernos. La apertura comercial andina se estaba negociando a
ritmo rápido y era una prioridad ajustar la frontera a los nuevos tiempos para
que, lejos de ser víctimas del libre comercio, pudieran sacarle provecho
justamente a su localización.
Las comisiones
fronterizas, diseñadas entre Venezuela y Colombia, se convirtieron en guías
para otras realidades fronterizas suramericanas. Velásquez asumió su tarea como
Presidente de la Comisión Presidencial de Asuntos Fronterizos, COPAF,
contraparte de la comisión colombiana, guiando aquellas particulares
negociaciones en las cuales participaban diplomáticos, militares, técnicos de
todas las áreas, representantes políticos y las comunidades fronterizas. Aparte
del trabajo diplomático, igualmente era usual ver a Velásquez, en aquellos días, a bordo de un helicóptero o en un avión de
transporte de tropas camino a Castilletes, o a Valledupar o a Guasdualito. Quería
hablar con los habitantes de la frontera y así lo hizo.
El sábado 28 de marzo
de 1992 una reputada abogada venezolana, de buena familia y apellidos, se paseó
por los principales diarios de Caracas pidiendo que fuera publicado un
comunicado emitido por los militares golpistas. La democracia permitía que los
militares presos tuvieran ilimitado contacto con abogados, parientes,
operadores políticos, periodistas, amigos y amigas. Hasta se les permitía que
publicaran proclamas.
Los militares
golpistas presos firmaron un documento acusando a la COPAF de “la entrega de
las armas de negociación política con que cuenta Venezuela para defender sus
intereses vitales”. Para la logia golpista de 1992 y sus primeros escribidores,
discutir con Colombia algunos planes de integración fronteriza configuraba
“delito de Traición a la Patria”. Visto en perspectiva casi puede causar
gracia. Aquel comunicado exigía la paralización de las negociaciones y la
renuncia de los comisionados. Ni Velásquez, ni el resto de personalidades que
actuaban como comisionados para asuntos fronterizos y en la comisión
negociadora sobre el delicado tema del Golfo de Venezuela, cedieron a las
acusaciones y amenazas llegadas desde el Cuartel San Carlos. Por el contrario,
las comisiones fronterizas binacionales organizaron una gran reunión plenaria,
a mediados de año en San Cristóbal, en presencia de Pérez y Cesar Gaviria que
procuraba normalizar los trabajos bilaterales.
El compromiso de Velásquez
con la estabilización democrática, luego del cuartelazo de febrero de 1992 además,
quedó patente al aceptar la encomienda de Pérez para encauzar una consulta
nacional. El 26 de febrero, Velásquez y un grupo de personalidades muchas de
ellas orientadas hacia el área de la Economía, se constituyeron en lo que se
denominó el Consejo Consultivo de la Presidencia. A un ritmo vertiginoso, ese
Consejo produjo en menos de dos meses, un documento con más de un centenar de
recomendaciones que reflejaban el abanico de preocupaciones y respuestas que
ocupaban a la sociedad venezolana. Los vientos huracanados de la crisis del año
92 se llevaron consigo esas recomendaciones.
A esta altura de mi
exposición debo hacer explícito lo que ya está implícito. Ramón J. Velásquez no
participó en la conspiración para echar de la Presidencia a Carlos Andrés
Pérez. Y, por el contrario, Velásquez ofreció su prestigio, sus hombros y su
trabajo para buscar darle estabilidad al sistema político.
El 5 de junio de 1993,
Ramón J. Velásquez tomó posesión de la Presidencia de la República luego que el
Congreso Nacional autorizó el enjuiciamiento de Pérez. Quien en los años
sesenta se había movido procurando su postulación presidencial, llegaba a
Miraflores en razón de un pacto no escrito de los principales partidos, las
cúpulas empresariales, los jefes militares, la derecha y la izquierda.
En un libro sobre el
gobierno de Velásquez que escribimos en 1994, cuando los hechos aún estaban
calientes, decíamos:
Al menos dentro de la
práctica venezolana posterior al 23 de enero del año 58, y en general dentro de
cualquier sistema político de base electoral y con los partidos como unidad
esencial organizativa, todo Presidente llega al gobierno contando con por lo
menos seis elementos que le sirven de impulso inicial para la acción
gubernamental y como casi seguro sustento durante la gestión. Un partido
político o una coalición de varios; un equipo de campaña electoral; un equipo
de técnicos asesores encargados de la elaboración del programa de gobierno, es
decir, de la oferta electoral; un grupo de amigos solidarios y dispuestos a
cooperar con el amigo candidato-presidente; y una fracción parlamentaria afín.
Todos estos grupos humanos son canteras a la mano del electo para entre ellos
seleccionar a sus colaboradores. Un sexto elemento no menos importante: tiempo,
unas pocas semanas o unos meses, tiempo que es útil para formar gobierno,
preparar el despegue, las primeras acciones, el efecto publicitario de los
primeros días de cada gobierno, decantar los equipos de trabajo, decidir quiénes
de esos compañeros de partido, asesores técnicos, o amigos irán a sentarse en
la mesa del salón del Consejo de Ministros.
Velásquez llegó al
gobierno sin ninguno de los elementos que antes mencioné. Quizás sólo con una impresionantemente
larga lista de amigos, lo cual ayuda pero no basta para armar gobierno y
gobernar. Velásquez llegó a la Presidencia ignorando incluso la duración de su
mandato, ya que fue sólo hasta la noche del 31 de agosto cuando el Congreso
Nacional decidió calificar como absoluta la ausencia de Pérez y, por tanto,
extender las funciones de Velásquez hasta febrero del año siguiente cuando
concluyera el periodo constitucional. Entre el 5 de junio y el primero de
septiembre, Venezuela tuvo dos presidentes. Uno titular del cargo y suspendido,
y otro interino en ejercicio de las funciones. Uno oficialmente viviendo en La
Casona y otro estacionado en los pequeños aposentos de Miraflores. Ambos, por
cierto, compartiendo la misma Casa Militar.
Desde el principio de
su estadía en Miraflores, Velásquez expresó que su principal tarea era garantizar
un clima político que permitiera la realización de las elecciones
presidenciales y el cambio de gobierno. Suena fácil… pero no lo era.
Apenas comenzaba el
gobierno de Velásquez y desde una poderosa televisora incluyeron en su
principal telenovela un personaje que obviamente era Velásquez y, sobre el cual
comenzaron a verter sospechas. Aquello era increíble. Era como si el aparato
propagandístico que había erosionado al gobierno de Pérez se disponía a repetir
la estrategia con Velásquez. Velásquez tenía días en Miraflores y ya algunos
pensaban en derrocarlo.
Una de las primeras
decisiones de Velásquez fue suspender todas las negociaciones limítrofes y
fronterizas con Colombia, de común acuerdo con el gobierno Gaviria. Las
comisiones prepararían informes para ser entregados al nuevo gobierno
venezolano. Pero un alto funcionario diplomático venezolano viajó a Bogotá y,
desobedeciendo las precisas instrucciones presidenciales, provocó un incidente
a propósito del tema del Golfo de Venezuela.
Las universidades
estaban sin presupuesto, para variar, y las arcas del gobierno estaban vacías,
mientras dirigentes estudiantiles vinculados con los militares golpistas
estaban agitando la calle. En una ocasión llevaron una marcha hasta la esquina
de Miraflores. El Presidente ordenó invitar a que una comisión ingresara a
Palacio para conversar con Velásquez. Algunos de ellos después han figurado en
altos cargos del actual régimen. No olvidemos, además, que Caracas vivió una
serie de atentados terroristas, con explosiones en concurridos centros
comerciales, que en su momento fueron explicados como intentos de
desestabilización financiera.
Desde la capital de
EEUU, como si fuera poco, llegaban reportes sobre sondeos que altos mandos militares
venezolanos habrían realizado ante el gobierno de Bill Clinton para ejecutar un
golpe en Venezuela. Y en Caracas se daba
como un hecho que un grupo económico, con serios problemas de liquidez, estaba
auspiciando su propio golpe de Estado. O quizás no era un golpe diferente sino
el mismo para el que habían ido a buscar permiso en EEUU.
Cuando se pasa revista
a la ejecutoria del Velásquez Presidente, deben mencionarse de forma especial
algunos temas. Conocedor de las tendencias económicas aperturistas que ganaba
fuerza, decidió elevar a la condición de Ministro a quien hasta la fecha era
jefe de una oficina de Comercio Exterior dependiente de la Cancillería. Creó un
Ministerio de Estado para la descentralización y dictó reglamentos que daban
cuerpo a las reformas que él mismo había impulsado durante su gestión al frente
de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado de tiempos de Jaime
Lusinchi. Velásquez creía en un estado federal y plasmó su idea al crear el
Consejo Territorial de Gobierno integrado por gobernadores electos, que eran
una novedad en el país.
Programas de
integración fronteriza aparte, Velásquez conocía de cerca la creciente
penetración de la guerrilla colombiana en territorio venezolano, por lo que dictó un reglamento creando zonas de seguridad
fronteriza, decisión que esperaba desde el año 1977 cuando se había emitido la
Ley de Seguridad y Defensa.
Sabiendo lo menguado
de los ingresos fiscales, Velásquez se atrevió a firmar un decreto-ley
estableciendo el Impuesto sobre las ventas, el cual debería proveer recursos al
nuevo gobierno que arrancara en 1994. Medida neoliberal, decían desde la
izquierda. Medida insuficiente, decían los neoliberales. Por ironías de la
política, el gobierno de Rafael Caldera, beneficiario de aquella dura decisión
impositiva, optó por no aplicarla al inicio de su gestión. Creo que después se
arrepintieron…
Podríamos dedicar unos
minutos más pasando revista a la ejecutoria administrativa de Velásquez. Prefiero,
sin embargo, tocar lo que considero central. Ramón J. Velásquez, armado con sus
cualidades personales, su honradez, su confiabilidad, su disposición para oír a
unos y otros, su sentido del tiempo y de los tiempos de los procesos
venezolanos, supo llevar la nave a puerto.
El 5 de diciembre se
realizaron las esperadas elecciones presidenciales en las cuales Rafael Caldera
ganó con apenas el 30% de los votos, reflejando el estado de fragmentación
política que imperaba en Venezuela. Tras conocerse los resultados comenzó el
inmediato proceso de entronque de los dos gobiernos. Velásquez, incluso,
realizó designaciones de importantes cargos atendiendo a las indicaciones del
presidente electo.
El mandado de
Velásquez estaba hecho. Al contrario del
24 de noviembre de 1948, Velásquez no
salió para la cárcel sino para su casa donde lo esperaba Doña Ligia y sus
libros.
Al contrario del
gobierno de 1948, Velásquez no se dejó tumbar.