domingo, 1 de septiembre de 2024

Crónica a propósito de una fotografía en Bogotá

Crónica publicada en Papel Literario de El Nacional el 17 de agosto de 2024

Alberto Lizarralde, Roció Maneiro, Jaime Pérez, Enrique Danies, Argelino Durán Quintero, Enrique Vargas Ramírez, Ramón J. Velásquez, Omar Baralt, Jaime Buenahora Febres Cordero, Pompeyo Márquez, Fabio Torrijos Quintero y Rafael Rangel. Atrás. Sixto Tirso, Edgar C. Otálvora, Roy Chaderton, Juan Carlos Sainz, Eduardo Camacho Barco, Leandro Area, Ramón Pérez Parra y Nelson Osorio.
I

A media mañana del viernes 8 de noviembre de 1991 debía comenzar en Bogotá la decimocuarta reunión plenaria de las Comisiones de asuntos fronterizos Colombo-Venezolanos.

La COPAF como se le llamaba en Venezuela y la Comisión de Vecindad como la denominaban en Colombia conformaban un mecanismo de concertación bilateral creado en 1989 por Carlos Andrés Pérez y Virgilio Barco Vargas. Aquel inusual esquema diplomático estaba integrado por voceros de cada uno de los estados y departamentos fronterizos escogidos, a su vez, entre personalidades de los partidos AD, COPEI y MAS por Venezuela y, los partidos Liberal y Conservador, más una figura de la dispersa izquierda colombiana.  

El 7 de noviembre en Venezuela tuvo lugar un paro laboral al cual se incorporaron los trabajadores de las líneas aéreas incluyendo la estatal Viasa. El viaje de la delegación venezolana a Bogotá estaba en entredicho y dependería de la hora cuando los pilotos levantaran su huelga. Ese día amanecí en Mérida, en el occidente de Venezuela, donde había llegado dos días antes para cumplir una   responsabilidad familiar. Mi trabajo como coordinador de los últimos detalles del viaje a Bogotá, dada mi condición de secretario Ejecutivo de la COPAF, se había cumplido vía telefónica. Lo grueso de los preparativos de la reunión de Bogotá estaban resueltos con nuestra contraparte colombiana desde varias semanas antes. Pero no fue posible de concretar el plan de viajar desde Mérida a Caracas para sumarme a la delegación venezolana en su ruta a Bogotá.

Para aquel entonces la ciudad de Mérida ya no contaba con servicio de transporte aéreo el cual había sido trasladado a la población de El Vigía, fuera de las montañas andinas y cercana al Lago de Maracaibo. Desde Caracas me informaron que las líneas aéreas retomarían sus frecuencias al principio de la noche por lo cual la delegación venezolana podría emprender su viaje desde el aeropuerto de Maiquetía, pero yo no tendría tiempo para alcanzarlos. La opción que me permitiría llegar a Bogotá, incluso antes que mi delegación, era cruzar a Colombia por vía terrestre y tomar un vuelo desde la fronteriza ciudad colombiana de Cúcuta. Los márgenes de tiempo para embarcar en el último de los vuelos que ese día partirían desde el aeropuerto Camilo Daza de Cúcuta daban poco tiempo para el trayecto en carretera.

Algunos meses antes, como parte de los trabajos de las comisiones fronterizas, se había puesto en funcionamiento un nuevo paso fronterizo para el cruce de vehículos de bajo peso. El estrecho Puente Unión había sido construido a finales del siglo XIX para la circulación de ferrocarriles que unían la zona cafetera colombiana con la costa del lago venezolano. Muerto el sistema ferrocarrilero, el Puente Unión, con los caseríos de Puerto Santander de un lado y Boca de Grita del otro, cruzando sobre el río Zulia, había permanecido habilitado por décadas sólo para el paso peatonal interfronterizo. Pero aquel 7 de noviembre de 1991 estaba abierto a la circulación de vehículos permitiendo que el taxi que me movilizaba llegara a Cúcuta en muy bien tiempo. Haber cruzado por esta vía me salvó de los pasos fronterizos formales, llegué temprano al aeropuerto de Cúcuta para adquirir el boleto aéreo, pero sin haber sellado el pasaporte en las oficinas de migración de Venezuela. Un funcionario de migración colombiano, informado sobre mi tránsito camino a la reunión en Bogotá, colocó en mi pasaporte diplomático el sello de ingreso a Colombia, me recriminó amablemente por no haber sellado la salida en Venezuela y me deseó buen viaje.

II

Cuando la sede de las reuniones de las comisiones fronterizas correspondía a Bogotá, el lugar del encuentro solía ser el tradicional Hotel Tequendama. En julio de 1989 en uno de sus salones se había celebrado la segunda reunión de las comisiones y el presidente Virgilio Barco Vargas se hizo presente para saludarlas. La majestad de un tradicional gran hotel, su cercanía al centro de la ciudad y su reforzada seguridad por estar bajo la administración de las fuerzas militares, hacía que el Hotel Tequendama fuera la escogencia obligada.   

Pero en 1991 el empresario colombiano Pedro Gómez Barrero, el gran constructor de centros comerciales en Colombia, quien había sido embajador en Caracas a finales de los años ochenta y era en 1991 el principal negociador por Colombia en el álgido tema de la delimitación del Golfo de Venezuela, estaba incursionando en el negocio de hotelería. Uno de sus hoteles llamado La Fontana fue la sede de la reunión fronteriza a petición de la contraparte colombiana. Situado sobre la calle 127 del norte de Bogotá, aquel hotel estaba demasiado al norte para el gusto de Ramón J. Velásquez quien presidía la comisión venezolana y prefería su familiar Hotel Tequendama. En 1991 La Fontana aún estaba en los límites en los cuales Bogotá dejaba de ser ciudad y corría a convertirse en planicie llena de cultivos de flores para la exportación.

Como estaba previsto, a media mañana del viernes 8 de noviembre de 1991, en un salón del hotel La Fontana, comenzaron las deliberaciones de la decimocuarta reunión de las Comisiones de asuntos fronterizos Colombo-Venezolanos. En la noche el ministro de Exteriores de Colombia, Luis Fernando Jaramillo, ofrecía una recepción a las delegaciones en el Palacio de San Carlos. Durante el evento estaba previsto que a los miembros de la comisión venezolana, así como al ministro venezolano Roberto Smith Perera de visita en Bogotá, les fueran impuestas condecoraciones otorgadas por el presidente Cesar Gaviria Trujillo. Para no abochornar a los anfitriones se les ocultó que la condecoración impuesta a Ramón J. Velásquez esa noche, la máxima presea otorgada por la República de Colombia, la Gran Cruz de la Orden de Boyacá, ya él la había recibido de manos del presidente Alberto Lleras Camargo el 7 de agosto de 1962.

La entonces embajadora de Colombia en Caracas, Noemí Sanín, quien había viajado a Bogotá junto a la delegación venezolana, no asistió a la recepción ofrecida en la sede de su Cancillería. Desde temprano se rumoraba que había sido convocada al Palacio de Nariño para una reunión urgente con el presidente Gaviria. En medio de la recepción ofrecida por Jaramillo corrió rápidamente la noticia. Gaviria le había ofrecido a Sanín el cargo de ministra de Exteriores el cual aceptó.

 

III

La reunión de las comisiones fronterizas continuó el día 9 de noviembre y en algún momento pidieron que los participantes posaran para una foto en uno de los patios del hotel La Fontana. No todos los comisionados lograron estar presentes al momento del clic de la cámara. De los delegados venezolanos faltaron en la fotografía el empresario Andrés Duarte Vivas, el ganadero apureño Elías Castro Correa, y los tachirenses Teo Camargo, Valmore Acevedo Amaya y Guillermo Colmenares Finol.

En la fotografía de izquierda a derecha. En la primera fila. El comisionado presidencial venezolano Alberto Lizarralde, la consejera de la Embajada de Venezuela en Colombia Rocío Maneiro, el comisionado por el departamento Norte de Santander Jaime Pérez López, el comisionado presidencial por el departamento Guajira de Colombia Enrique Danies Rincón, el comisionado colombiano nortesantandereano Argelino Durán Quintero, el presidente de la comisión colombiana Enrique Vargas Ramírez, el senador y presidente de la comisión venezolana Ramón J. Velásquez, el comisionado venezolano representante por el estado Zulia Omar Baralt Mendez, el comisionado colombiano Jaime Buenahora Febres Cordero, el comisionado venezolano y miembro de la comisión negociadora sobre el Golfo de Venezuela Pompeyo Márquez, el comisionado y jefe de la Dirección de Fronteras de la cancillería colombiana capitán Fabio Torrijos Quintero y, el ministro consejero de la embajada venezolana en Bogotá Rafael Rangel.

En la segunda fila. El funcionario colombiano Sixto Tirso Junco quien ejercía como  secretario de la Comisión de Recuperación de Vehículos, el secretario Ejecutivo de la COPAF Edgar C. Otálvora, el director de Política Exterior del Ministerio de Relaciones Exteriores de Venezuela Roy Chaderton Matos, el asistente de la Presidencia de la COPAF Juan Carlos Sainz Borgo, el comisionado colombiano Eduardo Camacho Barco, el secretario Ejecutivo de la Comisión de Negociación de Áreas Marinas y Submarinas con Colombia Leandro Area Pereira, el Secretario Técnico de la COPAF Ramón Elvidio Pérez Parra y el Asistente de la Presidencia de la comisión colombiana Nelson Osorio Lozano.

El destino de cada uno de ellos, luego de aquella fotografía, escapa al propósito de esta nota con una excepción.

El 26 de enero de 1992, dos meses luego de haber posado en aquella fotografía, Argelino Durán Quintero, de 77 años de edad, fue secuestrado en su población natal de Ocaña por guerrilleros del izquierdista Ejército Popular de Liberación. Obligado a largas y penosas caminatas en las selvas del Catatumbo, Durán Quintero falleció de un infarto en manos de sus captores el 14 de marzo de 1992. El 4 de febrero había ocurrido en Venezuela un cuartelazo que entre otras cosas exigía el fin de las negociaciones con Colombia. Ese alzamiento militar obligó a que las conversaciones de paz que el gobierno de Gaviria Trujillo seguía en Caracas con la llamada Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, fueran trasladadas a Tlaxcala, México, donde fueron retomadas en abril. La muerte de Argelino Durán Quintero llevó a la ruptura de las conversaciones de paz del gobierno colombiano con la guerrilla.

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